Abrí la persiana, con la mirada clavada en el piso, buscando las piedras con que trabar los postigos, y el teléfono al hombro. Mi papá, eufórico, del otro lado: “Eso te pasa por irte a Capital, ¡acá esté nevando!”
Levanté los ojos: por sobre el paredón de la terraza danzaban copos de agua nieve.
La euforia es contagiosa.
Y la conciencia de la existencia del otro (la culpa) está siempre latente.
Ojos de agua estrábicos sin decidirse entre ahogarse de emoción ante la belleza de la escena, o de dolor, ante esos copos de nieve como balas que matan.
Todas las miradas al cielo. Algunas se definen por bañarse en la inmensa alegría, otras en la piedad, otras no pueden más que desplomarse: se derrumban los cuerpos, yacen entre cartones y cristales microscópicos. Finalmente llegó un manto para ellos, un manto de nieve gélida.
La muerte se vistió de blanco y decidió ponerse escarapela y hacer patria: salió a recorrer las calles, los puentes, los sin techo y los techos pobres para independizarlos. Liberarlos del sojuzgamiento, de las manos que aplastan, de la agonía que significó la vida para algunos tantos. Se tomó la licencia de elegir lo que para ella es justicia.
Y dos días después, habiendo reído, gritado, saltado, bailado enfundada en guantes de Bolivia, campera de Londres y bufanda de mi abuela que me quiere, me siento, envuelta en una frazada al lado de la estufa a pretender que sufro. A llorar esos muertos que nunca conoceré, los lloro con angustia e impotencia. Pero la culpa no es sufrimiento, la culpa es inservible y paraliza. La culpa es quien hoy me cubre, me abraza, me retiene, me detiene y así siempre. La culpa, la piedad y el pensamiento judeo-cristiano de casa rica.
Y sería todavía más infame decir que quisiera ser pobre. Si es tan cómodo ser rico, y mucho más cómodo aún pretender tener “conciencia social”. Y sin embargo la nieve a nosotros los argentinos nos mata, y nos seguirá matando, y a mi me seguirá embelezando.
Y cada familia hará un muñeco de nieve por cada títere muerto en la calle, y le pondrá una zanahoria como nariz de Pinocho en lugar de una lápida. Zanahoria que ahora probablemente en algún paraíso esté comiendo, la zanahoria de la tentación y del pecado de haber nacido.
Y yo me consuelo pensando que no los mató la muerte negra y esquelética del hambre, sino esa dama blanca que llovía tan elegante; y que tal vez, algunos de ellos pensaron antes de que se les congelara ese último aliento: “voy a poder morir algún día diciendo que vi nevar en Buenos Aires”.

San Telmo, 9 de Julio de 2007